Llega la primavera, Cáceres escucha el aldabonazo que llama, como siempre a sus puertas. Se sacude, se transforma y se engalana, llegan los días que aguardaba con la templanza que dan los siglos; llegan los días Santos.
Paciente, solvente, con el bagaje inestimable de la solera y el soporte de la fe, se apresta, como siempre a afrontarlos con la mejor de sus sonrisas y el más resplandeciente de sus trajes de temporada.
Los viejos torreones aguardan expectantes los acontecimientos que se avecinan un año más, y lo hacen con disimulada indiferencia, en su condición de sempiternos copartícipes de la Pasión cacereña.
Las piedras milenarias, millones de veces holladas, aguardan a los hermanos como alfombra en la puerta de la casa ancestral y primigenia, siempre vetustas, solícitas y acogedoras para quien sepa entender el secreto de las piedras dialogando con ellas.
Las palmeras suntuosas, desmedidas, recobran brío, y aguardan cual centinelas la salida de los cortejos. Son veteranas y curtidas vigías, faros amables que orientan, dan sombra, colorean y embellecen el paisaje.
Los viejos conventos, exhiben su belleza atemporal, dentro se guarda el tesoro de la fe, inquebrantable dentro de la convulsión propia de las fechas que conlleva la desorganización organizada.
Un veterano cofrade, rehén de su nostalgia, evoca circunspecto, hazañas de cuando era activo cofrade con la Imagen de su vida.
Una abuela se arregla primorosamente el moño, ya encanecido, y se afana con sus rezos y guisos y entretanto despotrica de las palomas que tanto trabajo le dan y en el fondo le conmueven.
Viejas campanas rugen, saliendo del ostracismo, y cálices principescos son limpiados con primor, la efemérides lo aconseja.
De un baúl, tachonado de recuerdos, emergen los sempiternos hábitos cofrades, tan queridos, tan plagados de recuerdos.
Huele y sabe al viejo padre, que se fue al Padre eterno, y hasta el último suspiro se sintió un nazareno, hoy estará junto a Dios, su querido Padre Bueno.
Mas la primavera venida nos trae, un tesoro inabarcable, la ilusión desbordada de los jóvenes que traen un soplo de aire nuevo a nuestras hermandades, su afán, su empuje, la semilla que dará fruto en el terreno fértil, cuyo abono es una fe inquebrantable.
Los niños y niñas, mostrarán su asombro al ver a una burrina que trae a Jesús a Cáceres por los adarves, con una palma en la mano, y gentes que los acompañan ataviados con una rama de la paz, la del olivo.
Luego, asombrados, verán cómo le prenden, lo torturan y la dan muerte, sin motivo para ello, y como quejíos de saeteros le cantan la buena muerte en oración muy sentida.
Las mantillas, piadosas, buenas cacereñas, son cayado incesante de María, luz de los luctuosos días en sus advocaciones más diversas, y que con su piedad y belleza irradian de poesía y mística la Pasión en las calles de Cáceres, y recuerdan a las piadoras mujeres que le acompañaron en el Monte del Calvario.
Jesús el Redentor, transita en cruento Vía Crucis el Cáceres blasonado de siglos, cercado por sus murallas, transido de dolor, y, al paso de sus Sagradas Imágenes, las torres de la Plaza Mayor, le rinden cortejo, y enmudecen; Torre de Bujaco, Torre del Horno, Torre de la Yerba, de los Púlpitos y hasta las piedras, cantan el milagro de su amor.
En el corazón de la Ciudad, atrapada entre sus muros, hay una vieja dama elegante, inmutable, infranqueable, ajena al tiempo y modas, carrera oficial por linaje, que aguarda imperturbable, el paso de las comitivas y sus añejos desfiles y se sumará con elegancia pétrea, al tortuoso Vía Crucis del Señor cargando con nuestros pecados.
Asoma su silueta, encorvado, fatigado, entra por puerta de Mérida, y desciende los adarves del Padre Rosalío, de Santa Ana y de la Estrella.
Pasará Jesús, en el tortuoso Vía Crucis por las entrañas de la Ciudad por la Cuesta de la Compañía y del Marqués, Adarve del Cristo y las Iglesias de San Mateo. Espíritu Santo, Santa María, Santiago, San Juan, San José, Santo Domingo, Beato Spinola, San Juan Macías.
Cáceres, es Semana Santa, es el embrujo de pasión, noche que aguarda sumida el despertar, es sueño adosado a las murallas, resplandor de primavera, silencio expectante, pisadas sigilosas, oración, plegarias de celosías, es la fe de un pueblo que cada año aguarda a que llegue el Salvador.
Es la oración cantada en saeta que conmueve sus entrañas, es el pisar incansable de las suelas sobre el suelo, es la fe de tu pueblo que llora su desconsuelo, es el llanto de la madres, es el ruego de tu pueblo.
Mariano Mariño Gutiérrez